Opinión
La nave de los locos
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Por Mateo Saulo Marín
Una de las alegorías mas famosas de El Bosco (1504), es “La Nave de los Locos", un tríptico satírico que muestra un barco, lleno de borrachos, ladrones y bufones, navegando en tierra y que es una crítica moral a los excesos y vicios de la sociedad, que el artista veía como una pérdida de los referentes religiosos y una manifestación de la locura humana.
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Sin embargo, aquella ácida mirada del pintor flamenco, encuentra hoy su correlato en las grotescas pinceladas que día a día nos ofrece una realidad tan grotesca como hilarante.
La plaza fue el muelle de donde zarparon, bravuconeadas mediante, lograron que la reacción de las victimas de sus premeditada agresiones, se convirtieran, para la prensa porteña, en ataques furibundos de la barbarie en contra de los puros y civilizados navegantes, cuya capitana, a la par de sus destemplados gritos, exhibia la cruz como aquella que los conquistadores usaran para dominar.
La nave zarpó como siempre, sin brújula, sin rumbo, pero con mucho odio. La bronca de la mañana por el fallido operativo frustrado por la justicia electoral, tenia que canalizarse; y la noche atracó en una fantasía de taberna en el local famoso porque ponen quitan la triste figurita del león de la entrada, conforme los humores que vivencie el propietario del lugar.
Un escenario con luces violetas, balbuceantes gritos desafinados y banderas agitadas daban el marco a la tripulación se preparaba para un último ágape antes del viaje a las urnas.
Como en las tabernas de las películas, el aire viciado estaba cargado de excitación, total, nadie se escuchaba ni entendía, menos los que trajeron en dos colectivos desde la provincia del chaco, para hacer bulto; parece que el cielo formoseño no les sienta bien a las “fuerzas” de otros cielos distintos.
El primero en tomar el timón fue el grumete López Tozzi. Tenía la voz quebrada, entre exaltada y perdida, como un profeta que se enciende con su propia fe. Habló de señales, de batallas y de momias. Prometió leyes, arengó a los “locos” y pidió conquistar a los “hermanos kukas”. Su discurso oscilaba entre la euforia y el delirio, una especie de conjuro libertario que parecía invocar más a los dioses del caos que a los votantes indecisos.
Pero una tripulación tiene varios grumetes, porque necesitan muchos para los mandados, por eso el locutor convocó a no sabemos quien (como si ni siquiera los suyos recordaran quién era por ser nuevito en el barco), que había sido Gerardo Piñeiro, el que está en la nómina de Paoltroni en el Senado. Recordando su etapa radical vergonzante, desde el micrófono denunció miedos: el miedo del poder, el miedo del viejo orden, el miedo a los jóvenes con celular. Enumeró enemigos imaginarios —gacebos, peluches, fantasmas de un sistema que sólo él veía— y, en su voz temblorosa, el miedo pareció cambiar de bando, como el mismo cambió de camiseta por una asesoría.
No hay tripulación sin cruz bamboleante ni nave de los Locos sin la ráfaga que no habla: grita. La desmedida es su sin medida. Chorrea del escenario y salpica, por momentos, la escena pareció un exorcismo. Como Torquemada señaló, acusó, juzgó, amenazó. Nombró narcos, denuncias y caídas inminentes. El fin del mundo se acerca con un “¡Atilio va a llegar!”, repitió el coro, como si el pequeño galpón de la calle Sarmiento fuera un barco embrujado que se impulsaba con consignas y furia.
El paroxismo pasó y le tocó el turno al dueño de casa. El Almirante frustrado del 8 %, Francisco Paoltroni trató de devolver algo de forma al delirio místico que lo precedió y al que odia tanto como extraña a su rubia compañerita de cabalgatas anteriores… “tan trémula y delicada era ella y tan desagradable la que tengo ahora”, pensó en sus adentros, como seguramente lo pensó ud, estimado lector.
Y allí nomas, micrófono en mano, el navegante solitario del título de propiedad y “lo’novillo” habló de estrategia, de diputados, de la Nación, de víboras y conspiraciones internacionales. Pero su tono aporteñado y dudoso, no convence a nadie y menos logró apagar la sensación de que en la nave de los locos, nadie la capitanea porque entre frases sobre “soldados” y “mayorías”, se notaba que todos quieren ser jefe, dar ordenes y ninguno quiere remar.
Finalmente apareció el canoero elegido a dedo, el ungido por la pato, el que mordió la mano de quien lo ayudó siempre, el que debía conducir la embarcación hacia el voto y tuvo que buscar el agua oxigenada de su prole. El campeño devenido en el primer lomitense de la historia, no hizo mas que repetir los cliches en los que no cree combatir: el populismo, la victimización, los enemigos externos. Denunció miserias mientras prometía milagros, habló de libertad mientras enumeraba favores por venir. Agradeció a todos —a Milei, a Bullrich, a los Menem— como quien pasa lista en una misa. Su tono era solemne, casi pastoral, pero en sus ojos había la tristeza del traidor que ve que su traición se hunde inexorablemente.
Desde abajo, el público lo miraba con desconcierto. No había épica, sino desvarío; no había mística, sino un eco hueco que se repetía entre los parlantes. Cada orador parecía hablar un idioma distinto, todos convencidos de ser el capitán que manda donde no mandan los marineros.
La “Nave de los Locos” también se llamó la de Ricardo Wullicher, que contaba el viaje desesperado de los que buscan redención y terminan enfrentando su propia sombra, así también la escena del galpón de la calle Sarmiento fue una parábola del extravío…. una tripulación que confunde furia con convicción, ruido con multitud, promesa con programa.
Cuando las luces se apagaron, el silencio se impuso y las fuerzas del cielo volvieron al chaco, quedó flotando una sensación de mareo, no sabemos si la Nave de los Locos siguió su curso y menos si iba rumbo a un nuevo puerto o si simplemente se había perdido para siempre en el espejo de sus propios y contradictorios desencantos.