Tercer Milenio
Una grata niñez en Comandante Fontana, pueblo que celebra 111 años de su fundación
Por Justo L. Urbieta
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El 8 de febrero Comandante Fontana celebra los 111 años de su fundación y cada vez que se aproxima esta fecha añoro la grata niñez que allí tuve la suerte de disfrutar en familia desde 1947 hasta 1952 en que por razones laborales tuvimos que recalar en la ciudad capital.
Con Blanca, mi única hermana y mis padres -Adelina Gómez Díaz, docente ella y mi padre empleado municipal y en Casa Guaraní de don Alberto Sidi- convivimos un tiempo inolvidable.
Pueblo sencillo, dividido por las vías del ferrocarril que marcaba la diferencia con los habitantes de comunidades ubicadas de la ruta 86 que tenían dificultades para movilizarse los días de lluvias algo que no ocurría con las de la 81 por la presencia del tren, está en franco proceso de evolución integral.
Amerita que me adhiera fervientemente a este acontecimiento comunitario como muestra de gratitud hacia el pueblo donde pasé la mejor niñez de mi vida.
Los Urbieta recalaron allí porque mi abuelo, Ladislao, casado con María Gómez, era el comisario del lugar. Mi padre, José María al que conocían como Pataíto, fue parte de una familia de 11 hermanos de los que solamente sobrevive María Eufemia, tía Nena, viuda del docente y supervisor escolar Francisco Raúl Asprelli, oriundo de San Pedro, Buenos Aires, quienes ejercieron en Kilómetro 142 NRB y Villafañe.
Mi madre, Leonides María Adelina Gómez Díaz, era una elegante correntina nacida en Perugorría pero que egresó como docente de un colegio de Mercedes. Tras peregrinar largo tiempo por Buenos Aires, consiguió que se la nombrase en una escuela formoseña.
Llegó aquí tras realizar en barco la travesía Buenos Aires-Puerto Pilcomayo y desde allí hasta su destino final, Laguna Naineck, en una carreta tirada por bueyes.
Después la trasladaron hasta la denominada Reducción Aborigen de Bartolomé de las Casas y a posteriori a la Escuela 25 de Fontana donde se conoció con mi padre quien, luego de ser dependiente del hotel de Pascual Pelosi y de Casa Guaraní de don Alberto Sidi, consiguió ingresar como inspector en la comisión de fomento lugareña.
Allí se conocieron don Pataito y doña Adelina quienes me trajeron al mundo junto a mi hermana Blanca. Allí me concibieron aunque nací en el Sanatorio Pasteur asistido por el médico correntino Luis Gutnisky.
En realidad, no son mucho los recuerdos infantiles de Comandante Fontana porque tenía escasos cinco años cuando trasladaron a mi madre a la Escuela 19 Benjamín Zorrilla de esta ciudad -en Hipólito Yrigoyen y Córdoba- y mi padre inició, junto con algunos de sus hermanos, actividades comerciales. Mamá amó extremadamente su misión docente y papá se sintió orgullosamente almacenero.
Sí hay mucho caudal sentimental porque los pocos episodios que quedaron grabados en la mente reflejan la calma pueblerina y la ansiedad infantil por la mañana para aguardar la llegada del vendedor de frutas y verduras a cuyo carrito tirado por un burro nos montábamos con Bochín Tomás cuyo padre, don Emilio- quien luego fue vicegobernador y gobernador de Formosa- era el contador de Casa Guaraní.
También los encuentros de mis padres con personas muy queridas como Pedro y José Somacal; Teéngue Antonori; Adán y Julio Argañaraz; Rubio Canesín- el papá de Pedro, el médico-; Toto y Juancito Pelosi; Pichón Obligado; María Luisa “ Morocha” Joaquín; Blanca Pastora “Tota” Chávez -tía del juez Marcos Bruno Quinteros- y las entrañables familias Maidana y Cerquand que también se radicaron con el tiempo en esta capital al igual que la del mayor Rojas cuyo hijo, Marcelo Tomas, trascendió en el mundo empresarial.
Tiempo de trompos, de pandorgas, de pica y cuarta y de los paseos por la laguna Chinchurreta, un reservorio que nunca se secaba.
Época inolvidable cuando mi padre me permitía que compartiese la montura suya para el paseo con un caballo zaino manso y tranquilo o de mi madre cosiendo las ropas, lavando, planchando, cocinando y ordeñando la vaca casera que daba leche fresca para la familia.
La gratitud infinita de mis padres a los doctores Romano, de Gendarmería, y Montag porque cuidó la salud familiar y también a Eulogia Castillo, quien contribuyó a criarnos.
El premio de abuela María con sus incomparables mbeyú y kivevé y los infaltables chirlos en las nalgas el Día de Pascuas.
En vísperas de este nuevo aniversario de la fundación de Fontana, evoco aquella comunidad aldeana, dividida por las vías del ferrocarril, los paseos en carro o burros por las polvorientas calles y los actos patrios cuando se izaba la bandera en el solitario mástil municipal.
La brevedad de la residencia en Fontana -entre 1947 y 1952- no implica que no perdurara en la intimidad de los afectos aquel paisaje, los viajes en tren y , sobre todo, una niñez inolvidable con mis padres, abuelos y tíos presentes.
Un sentimiento que reverdecía cada vez que tuve que viajar por este oficio de periodista a cubrir actos o las secuelas del tornado que se abatió sobre el pueblo, inclusive sobre el Colegio San José de la hermana Teresa Tribó que se derrumbó aunque la imagen del santo quedase intacta.
Esa sensación particular que llegó hasta la emoción máxima cuando en la celebración de su Centenario quedó en evidencia que aquella aldea se ha convertido en una moderna ciudad.
Un afecto que perdura con los años y que se prolonga hasta la emoción cada vez que algún fontanense aparece en la ciudad o que me recuerda situaciones desconocidas sobre la trayectoria de mis padres porque acrecienta mi orgullo por ellos.